Apuntes de aquí y de allá
El calvario de la palma
Ramón Sosa Pérez
Ante la proximidad de la Semana Mayor, salta la inminencia del retorno a la tierruca y entonces reaparecen cuadros de añoranza y recuerdo de otros tiempos, idos ya, cuando los llamados días santos eran lazo que ataba la reflexión contrita de los católicos en expresiones de recogimiento familiar, amén de ocasión para transigirse con el dispendio de la buena mesa hogareña. En los pueblos interioranos merideños la tregua implicaba cercanía con el precepto de la privación, del ayuno y de la penitencia, observado con rigor por los mayores y desobedecido apenas por una generación que se adelantaba siempre a romper los moldes tan severamente custodiados por padres y abuelos. No hemos arrinconado estos inventarios de la memoria, repasados en pasmosa analogía por sus protagonistas en Semana Santa. Domingo de Ramos, amasijo del pan, las maporas que suplían las canicas de cristal, el trompo, la Cívica, el Lavatorio de los pies, las Siete Palabras y la Misa de Resurrección, eran los cuadros del costumbrismo que más nos impresionaban.
Se hace abundosa la memoria para trasladarnos al Mucutuy de mis recuerdos y referir que en casa de los pudientes había ambiciosa mesa para el menesteroso, eternizando la senda que hacíamos para la provisión que mi casa repartía en hogares de poca despensa como los de Filomenito y Nicasio Díaz, Pedrito el de los canastos o Toñón Altuve, sin olvidar que eran convidados a nuestra mesa el sargento Pedrón y los caciques del Paradero y Mucurizá, entre quienes estaban Dominguito Dugarte y Antonio Rangel. Ellos integraban La Cívica; guardia pretoriana que escudaba el cuerpo yacente del Señor desde el viernes de Pasión hasta el sábado de Gloria. Don Eladio Yzarra, legatario del Santo Sepulcro, atendía la logística de La Cívica en Mucutuy. En días previos a Semana Santa, los milicianos cruzaban la empedrada calle con campechano garbo marcial, seguidos de la chiquillada que se animaba con los ensayos. Íbamos en algarabía, hasta que algún enmohecido rifle estrujado con picardía sobre el vetusto pavimento, nos ponía en polvorosa. Pedrón Rangel dirigía La Cívica y uno de la soldadesca ocupaba lugar en las mesas familiares de Jueves o Viernes Santo.
Invariablemente a mi casa acudía el sargento, egresado de las montoneras del gomezalato que en los pueblos del sur se atesoraban como reliquia y que los muchachos nos embelesábamos con su particular atavío, sobre todo cuando arrastraban las viejas escopetas en la noche de Gloria y sus trabucos nos desperezaban soñolientos en la banqueta de la iglesia. Recuperados del letargo, repasábamos en cándida cuenta regresiva lo que había ocurrido en los días precedentes hasta llegar al Domingo de Ramos, cuando el sacerdote reclamaba penitencia, mientras su diestra bendecía las palmas de la procesión. Precisamente, el Domingo de Ramos guardaba sitial especial en nuestra retina. Desde el sábado llegaban al pueblo los “cargadores del ramo”, que desde lo alto de las frías montañas de Mocomboco y Mucucharaní acarreaban la codiciada planta que semejaría la entrada triunfal de Jesús a Jerusalén, en medio de la multitud que lo saludaba como Hijo de Dios.
En los altares del sur había pródiga expresión de bondades artesanales que incluían tejidos y calados con las hojas de palma, cuyos motivos causaban admiración. El tiempo y la frecuencia con que revisamos la disminución de la calidad de vida en escenarios urbanos, nos lleva a reflexionar sobre el deterioro al ecosistema que causa la devastación de inmensas zonas que fueron ricas poblaciones de Palma de Cera (ceroxylon). Sabemos que el dilema entre tradición cristiana y conservación ambiental viene de años y que la palma es símbolo de fe que muchos creen insustituible, pero no es menos cierto que por su tala desigual la especie está en cuarentena y sin duelos aparentes.
Un reciente trabajo de la ambientalista y cronista de Boconó, doña Lourdes de Isea, admirada por su valiosa tarea de celadora de nuestra fortaleza cultural andina y custodio de la biodiversidad nacional, nos ha puesto en autos ante la urgencia de sumarnos a la preocupación de alertar sobre el riesgo que enfrenta la palma de cera. A ejemplo está el Ministerio del Ambiente en Ecuador, que desde hace 8 años advirtió su rápida extinción, igual ha ocurrido con México y Bolivia, en éste último se habla incluso del Viacrucis de la Palma, revelando el suplicio de la especie. En Bogotá, las comunidades han propuesto llevar el Domingo de Ramos otras plantas en tarros y potes, trocando el día en ocasión para defender la naturaleza antes que agredirla, destruyendo las menguadas poblaciones de palma. Quizá nosotros pudiéramos ensayar con modestos viveros en las casas y motivando nuevos plantíos que el año próximo recuperen espacios para la palma de cera. Eso seguramente nos reconciliaría con la naturaleza y devolveríamos la tradición cristiana de la Semana Santa, con mayor realismo y responsabilidad, a nuestros pueblos. No estaría de más que nuestros pastores lideren la propuesta. ramonsosaperez@yahoo.es